Reconozco que me desenganché de mi Atleti. Que mi pasión decreció.
Que le acompañé en Zaragoza en la final de Copa con gol de Pantic. Que disfruté de aquel éxito sin precedentes del doblete. Que me asomé a las celebraciones posteriores desde la tele de mi casa. Que vi a Jesús Gil en calesa y reconocí en Antic al mejor entrenador de futbolistas que había visto en años, capaz de hacer grande a López y de elevar a Paunovic.
Pero aquello no me llenó. Ese Atleti no era mi Atleti, al menos el que yo sentía. Veía un club histriónico, en manos de gente que no respetaba nuestra esencia. Y, por supuesto, que me alegré. Y que duda cabe que soñé, pero más con que aquello fuera el punto final a tanta sinrazón que nos había condenado a ser un circo mediático, una opereta, una chufla. Pero aquello no era el Atleti. Era otra cosa. Era un nuevo rico alardeando de conquistas.
Y así pasaron los años y la larga travesía en el desierto. Aquello no parecía acabar nunca hasta que alguien tuvo, más que una idea, una brillante genialidad: traer a Simeone. Y, como por arte de trabajo, de oficio, de rango rojiblanco y de doctorado en esencia atlética, Simeone devolvió a su equipo, al nuestro, a la pista del Scalextric. Y, vuelta a vuelta, partido a partido, pero, sobre todo, entrenamiento a entrenamiento, recuperó la genética que un día se llevó Don Luis Aragonés. Y el cuento se hizo realidad. Por arte de Simeone. Para su tribu rojiblanca.
Desde entonces y para siempre, soldados del Cholo.